Durante dos años, una madre y sus hijos vivieron hacinados dentro de su oscuro hogar y solo se atrevían a salir cuando era absolutamente necesario. Además, cuando lo hacían, era peligroso. Los aviones sobrevolaban la zona, llovían bombas y misiles, y los francotiradores disparaban desde el interior de los edificios derrumbados, como los que pasaron a ser una pila de escombros donde una vez hubo casas, escuelas, oficinas y tiendas.
La siguiente historia, escrita para el Comité Internacional de Rescate (IRC) por la escritora freelance y voluntaria de IRC Anita Hutner, cuenta la situación de una familia de Siria que se ha instalado ahora en Estados Unidos. Esta historia se ha vuelto a publicar con el permiso del Comité Internacional de Rescate, una entidad subvencionada por la ONG Western Union Foundation*.
Assad y Sabah eran propietarios de una casa humilde en Alepo, Siria. Allí vivían con sus seis hijos, entre los que había un pequeño con autismo. El ambiente era alegre en su barrio, formado por muchos familiares y amigos. "Teníamos una vida normal, era un lugar seguro", explicaba Assad. "Nuestros padres, tías, tíos y primos vivían todos en el mismo barrio. Nos apoyábamos los unos a los otros", nos contaba Sabah. "Éramos felices en Alepo", dijo con nostalgia. "En ese momento, nunca pensé que tendría que vivir en otro sitio. Este era mi hogar". En 2011, su vida feliz, segura y pacífica empezó a cambiar.
"Al comienzo de la guerra, la situación no era tan mala. Había algunos enfrentamientos y disturbios, pero la vida era más o menos normal", comentaba Sabah. Assad se fue a Turquía a trabajar durante unos meses con su hermano, que ya se había instalado en el país. Le decía a Sabah que se fuera con él, pero ella no quería. Ella no quería dejar su casa, su familia y sus amigos, y le aseguraba a Assad que todo iría bien. Pensaba que los disturbios no durarían mucho tiempo y que todo volvería a la normalidad. Pero por desgracia no fue así.
"A medida que los meses pasaban, la situación fue empeorando. Cada vez eran más las personas asesinadas. Los aviones comenzaron a lanzar bombas de barril que destruyeron bloques y edificios de pisos enteros, muchos de ellos con familias completas dentro", relataba Sabah con los ojos llenos de lágrimas. "Un día, envié a mi hijo mayor a la panadería a comprar el pan. Un vecino vino corriendo a decirme que habían bombardeado la panadería. Salí corriendo llorando y, cuando alcé la vista, vi a mi hijo venir hacia a mí". Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que estaba embarazada de su séptimo hijo.
Sabah estaba asustada. Cuando escuchó el sonido de los aviones y los misiles, reunió a sus seis hijos y los escondió en el cuarto de baño. No había electricidad. Estaba oscuro. La vida cotidiana era cada vez más complicada. Y el estrés era insoportable. Assad volvió corriendo a casa con la determinación de llevar a su familia a Turquía. Al mismo tiempo, los padres de Sabah, que todavía vivían en Alepo, le suplicaron que se quedara. Con las cosas cada vez peor y un bebé en camino, Sabah finalmente se dio cuenta de que era el momento de irse.
Aunque muchas personas se marcharon a Turquía sin documentación, Assad se quería asegurar de que su familia tenía los papeles y los pasaportes correspondientes, una decisión que resultó realmente útil más adelante. El proceso llevó tiempo y era muy peligroso ir o venir de las oficinas públicas. Tanto él como Sabah esquivaron balas de francotiradores y bombas mientras recogían la documentación. Cada vez que salían, no sabían si volverían a casa.
"Sentía que teníamos que salir de allí por nuestros hijos, pero dejar a atrás mis padres y otros familiares era difícil", explicaba Sabah con lágrimas en los ojos. "Es cierto que resultó difícil irse de allí, pero no podíamos quedarnos. No podíamos vivir así", decía Assad. "Queríamos un futuro para nuestros hijos, ofrecerles la oportunidad de crecer sin miedo a perder la vida o su casa".
En 2014, con los pasaportes en la mano, toda la familia se fue a Turquía. Vivieron con el hermano de Assad y su familia durante un breve periodo tiempo y, después, se mudaron a una casa cercana en la que nació el bebé. Fue difícil. A pesar de que los refugiados sirios registrados tenían acceso a la educación pública, como muchos otros, la familia tuvo que enfrentarse a numerosos obstáculos. No hablaban el idioma y Assad perdió el trabajo que tenía antes de volver a Turquía. En ese momento, Turquía no proporcionaba permisos de trabajo a los refugiados sirios, lo que obligó a Assad y a sus hijos mayores a trabajar para ayudar al resto de la familia. Para los hijos más pequeños, y para el hijo con autismo, la escuela era simplemente un lujo que la familia no se podía permitir.
Debido a que la situación no era fácil, muchas personas de la comunidad local les ofrecieron ayuda. "Conocí a una mujer que hablaba árabe y nos puso una cocina", comentaba Sabah. "Otros nos ayudaron a limpiar la casa y compraron una cuna y ropa para el bebé", continuaba. "Esto no era una iniciativa organizada. Se trataba sencillamente de personas de la comunidad trabajando unidas. Hay gente buena en todas partes y, aunque la vida era difícil para nosotros, eso nos dio esperanza para el futuro".
Después de registrarse en las Naciones Unidas (ONU) y en una organización turca para intentar ayudar a su hijo autista, la Comisión Católica Internacional de Migración (ICMC), una organización que procesa las solicitudes de refugiados enviadas por la ONU, se puso en contacto con la familia. Pasaron una entrevista complicada y un proceso de recogida de papeles que duró más de un año. Dos meses después de que terminara el proceso, la familia recibió la noticia de que viajaría a EE. UU.
El 19 de enero de 2017, unos días antes de que entrara en vigor la primera prohibición del gobierno estadounidense, según la cual no se permitiría la entrada al país de refugiados y ciudadanos de Irán, Irak, Libia, Somalia, Sudán, Siria, y Yemen, la familia llegó a Denver. Gracias al Comité Internacional de Rescate (IRC) de Denver, todos pudieron instalarse rápidamente. Se matriculó a los niños en la escuela, incluido el hijo con autismo. Assad obtuvo su permiso de conducir y el IRC le ayudó a conseguir trabajo. Alquilaron una casa en un bonito barrio y les facilitaron un vehículo, gracias a su nuevo amigo y casero, Steve. Aunque tardaron un tiempo en adaptarse, como en Turquía, conocieron a gente buena que dedicó su tiempo a ayudarles a iniciar una nueva vida.
Por fin hoy esta familia empieza a sentir que Estados Unidos es su nuevo hogar. Assad tiene un trabajo nuevo, mejor que el anterior. Cuando no trabaja, asiste a clases de inglés. Su sueño es ganarse la vida alguna vez como herrero, su especialidad en Alepo. Sabah es ama de casa a tiempo parcial. Cuando los niños están en la escuela, aprende a coser. Ha obtenido el certificado de segundo nivel hace poco. Su sueño de convertirse en modista y empezar un negocio de costura estuvo más cerca de hacerse real cuando Steve, de nuevo, encontró una forma de ayudarla. Hace poco le llevó una máquina de coser que había sido de su madre.
Al principio fue difícil para los niños adaptarse a la nueva cultura y el idioma. Sin embargo, ahora se sienten como en casa en Denver. "A nuestros hijos les va bien en la escuela. Uno de ellos quiere ser ingeniero informático, otro policía y otro sueña con ser músico", añade Sabah con una sonrisa. "Después de nueve meses, nuestro hijo con autismo, que jamás se había comunicado, puede hablar con nosotros mediante tarjetas", continuaba Assad. "Después de pasar por tanto, nos hace felices ver que nuestros hijos aprenden y son felices. Hace que tengamos esperanzas y sueños de cara al futuro".
"Aunque tuvimos que empezar de cero, estamos muy agradecidos por haber podido reconstruir nuestra vida", decía Assad. "Valoramos la oportunidad que hemos recibido y sabemos que, si trabajamos mucho y tenemos paciencia, lograremos nuestros objetivos".